Hay quien se pasa la vida buscando el sentido de las cosas. El para qué, el por qué, el hacia dónde. Mientras tanto, la gramática ya había resuelto el misterio. El universo se sostiene en las preposiciones.

Entre, sobre, bajo, contra, hasta, hacia. No dicen nada por sí solas, pero lo significan todo. Son puentes que conectan, flechas que empujan, límites que protegen o encarcelan. La humildad hecha función gramatical. Relacionar en silencio.

El ser humano se define por sustantivos. La vida, por preposiciones. Cuando decimos que vamos a algún lugar, ya estamos aceptando la existencia del destino. Cuando venimos de otro, reconocemos un pasado. Si amamos con alguien, es imposible amar solos. Cada trayectoria vital es un esquema preposicional.

Somos movimiento. No el quién, sino el entre quiénes. No el qué, sino el hacia qué.

También hay fronteras. Vivir sin alguien revela lo que falta. Estar bajo algo pesa. Luchar contra todo agota. Y el adiós también lleva preposición. Me voy por tu bien. El consuelo sintáctico.

Una amiga tuvo un novio que le exigía hablar siempre con sujeto y predicado. Le pedía que vigilara hasta las preposiciones que usaba. Como si controlar el lenguaje del otro fuese la forma más barata de controlar su realidad. Los hay empeñados en ser comisarios de la gramática ajena. Grammar bullies los llama la vida.

Y mientras tanto, en ABC, Alfonso Ussía recordaba hace poco que hemos cambiado la convicción por el adverbio. Todo exageradamente intenso, absolutamente rotundo, moderadamente idiota. Quizá tenga razón. Nos hemos acostumbrado a gritar con los matices en vez de pensar con las palabras.

Por eso yo reivindico hoy la preposición. La convicción suave. La verdad que une en lugar de adornar. La conexión que no presume.

Entre tú y yo, solo hay una preposición. Y eso lo cambia todo.