Por Manuel Quintanar, un jurista que aún cree en la ley como límite moral del poder

La dignidad de la mujer —su autonomía, su espacio interior, su cuerpo y su conciencia— constituye uno de los pocos consensos éticos que una sociedad democrática no puede permitirse erosionar. Sin embargo, nuestra época, tan fascinada por la apariencia del cambio, ha descuidado lo esencial: la mujer no necesita un nuevo léxico político, sino que se le garantice, sin ambigüedades, el núcleo duro de su libertad mediante la ley penal, que es el último muro que una comunidad levanta frente a la violencia.

Desde ahí, desde ese último muro, me veo obligado a poner sobre la mesa algunas reflexiones que, por incómodas, llevan demasiado tiempo silenciadas.

La primera es casi un misterio cultural: ¿por qué desapareció del debate la figura del parricidio o conyugicidio como homicidio agravado? España llegó a castigar más severamente al hombre que mataba a su esposa que a quien daba muerte a un desconocido. Lo hacía por un motivo civilizatorio: reconocer que la traición al vínculo, la violencia ejercida en el ámbito íntimo, es la destrucción del lugar donde debería residir la máxima protección. Recuperar esa figura no es arcaísmo; es una exigencia ética.

La segunda reflexión es más incómoda aún. La explotación sexual, la prostitución coactiva, la trata de seres humanos y el proxenetismo no son delitos: son fracturas morales del Estado. Resulta inexplicable que su castigo no se agrave en un momento en que la mujer es convertida —por mafias, por mercados, por plataformas digitales— en un objeto consumible. Y más inexplicable todavía es que el usuario, el consumidor último de esa instrumentalización, permanezca al margen de cualquier reproche penal. ¿Con qué rostro puede una sociedad hablar de igualdad mientras excusa a quien financia su destrucción?

La tercera deriva hacia lo que debería ser un clamor: el tipo penal del acoso sexual es hoy un refugio para acosadores inteligentes. El legislador ha tejido un artefacto tan repleto de requisitos que las víctimas deben demostrar más que quienes sufren coacciones básicas. Penalmente, el mensaje es espantoso: “Toléralo un poco más. Prueba el grado exacto de sufrimiento. Acredita la intensidad.” No. El acoso sexual debe ser castigado con la misma claridad con la que se protege la propiedad o la integridad física: sin matices que perpetúan el silencio.

En cuarto lugar, es urgente restaurar la escala de gravedad que la cultura jurídica española siempre tuvo clara. La violación es, en nuestro imaginario moral, una de las mayores agresiones a la libertad humana. Y sin embargo, hoy convive en un espacio penológico que, en términos sociales, la sitúa casi al nivel de delitos cuya gravedad cultural es menor. No basta con reformular palabras. Hay que devolver a la violación el peso penal que refleja su significado moral.

Hay, además, un bien jurídico que apenas comenzamos a comprender: la intimidad. En particular, la intimidad digital de la mujer. La utilización inconsentida de su imagen, de su cuerpo, de su vida privada en redes, no es un simple atentado a la privacidad: es una forma moderna de cosificación. Es preciso levantar sobre ello un muro penal inexpugnable. El machismo ya no golpea solo con el puño, golpea con el clic. Y un clic puede destruir la identidad de una mujer con la misma intensidad que un golpe físico.

Por último, me pregunto —y no encuentro aún respuesta convincente— qué responsabilidad tienen quienes, hombres o mujeres, medran políticamente en nombre de las mujeres pero las perjudican con su negligencia. ¿Qué responsabilidad penal, ética o social pesa sobre quienes abanderaron reformas que resultaron en beneficios penitenciarios masivos para agresores sexuales? ¿Qué responsabilidad tiene quien hizo bandera electoral de una causa que luego no supo custodiar con rigor jurídico?

No se puede hablar “en nombre de todas” cuando se legisla para unas pocas. No se puede reclamar protección simbólica mientras se dinamita la protección real. Y, sobre todo, no se puede confundir ideología con justicia.

Porque al final, proteger a la mujer no es un gesto político. Ni un discurso performativo. Ni una consigna de campaña.

Es un acto moral. Y el Derecho Penal, cuando se usa con rigor, sin oportunismo y sin retórica vacía, es el instrumento más honesto para proteger esa moral.

Este ensayo no pretende cerrar nada.
Solo abrir una conversación que, por dignidad, España no puede seguir aplazando.

Continuará…

A mi querida madre.