JULIÁN RATATINE: el arte que nace en medio de la mayor dureza vital
El artista plástico que, después de dejar la construcción en la crisis de 2008, se refugió en la ‘España vacía’ en Soria para triunfar en Europa con su expresionismo realista ratatiniano
Por K. Mikhailova
Su pintura nace de uno de los lugares más duros del país, en la España ‘deshabitada’. Un pueblo de poco más de 9 habitantes, Ausejo de la Sierra, ubicado en la Soria más cruda pero genuina. Aquella era una manera de empezar a crear en medio de la nada. Y aquella era (y sigue siendo) otra forma de reiniciar su vida. “Cuesta más saber lo que vas a hacer, que después hacerlo”, confiesa el artista. Él es Julián Ratatine, aunque un día no muy lejano fue Julián Llorente (Ausejo de la Sierra, Soria, 1958).
De la figuración, su estilo artístico le lleva al mundo de la pintura abstracta, hasta desarrollar en los últimos años la técnica de “pintar sobre fotografía”. Sus muchas reinterpretaciones de cuadros clásicos le reconducen a expresar, a su manera, ‘La Gioconda’, ‘Las Señoritas de Avignon’, ‘La maja desnuda’, ‘Saturno devorando a su hijo’ y otros hitos de la historia del arte, al más puro estilo ratatine. Sus cuadros podrían reflejar el grito de la desesperación de una necesidad de crear arte y vivir del mismo. Porque, como confiesa, entre sorbo y sorbo de una fresca ginebra con tónica en un septiembre en Madrid más vacío que nunca por una indefinida pandemia, “la inspiración llega estando mal, porque un artista tiene que sufrir”.
Volver a nacer. De la construcción al reencuentro con su alma
Y es que Julián, antes de Ratatine (apellido que se autoasigna en honor a Pablo Picasso), fue Llorente. Un niño con inquietudes artísticas, que pintaba en cualquier lugar y que ganaba concursos de pintura en aquellos días azules llenos de inocencia. “Por avatares de la vida me he dedicado a la construcción”, explica. Fue la crisis económica de 2008 la que le permite dar un giro a su vida y volver a nacer para que el espíritu no muera. Se podría confirmar, entonces, que Julián empieza a dedicarse “profesionalmente” al arte plástico desde hace escasos 10 años. La profesionalización de su pasión llega en el momento en el que se dedica exclusivamente a cultivar este arte y a aprender a vivir del mismo.
Citando a Picasso nuevamente, recuerda que “pintor es el que pinta para vender, y artista es el que vende para pintar”. Julián vende para seguir creando. Pero antes de adentrarse en el mundo de los óleos y los lienzos, la inspiración y la frustración, antes de mancharse el cuerpo de pintura, y después de abandonar el mundo material, Julián abre un pequeño bar en medio de un entorno rural, que muy pronto pasa a convertirse en un museo urbano que reúne intelectuales, curiosos y amantes de la cultura de todas partes de Soria e incluso España, para ser testigos del primer soplo de valentía de Ratatine (sí, porque entonces ya Ratatine le comió terreno a Llorente). Valentía materializada, si cabe, en colores. Vivos. Colores vivos. Como es él. Vivo. Fuego. Verdad.
Aquel bar se llamaba El Cielo Gira, en la estación de tren de Soria. De ese templo de la vida etílica (puede que también idílica) la gente guarda “ratatines” que viajan por el mundo. Aunque esta aventura empresarial dura lo suficiente para que su arte despegue solo, porque el tiempo y el espacio recoloca todo en su sitio. En aquellos primeros y difíciles comienzos, aunque su expresionismo Ratatiniano escandalice a los vecinos, maravilla al resto de transeúntes más cosmopolitas.
Se concentra en una especie de hogar que comparte con luthiers, restauradores de muebles y otros artistas (o meros aspirantes a emocionar con sus creaciones). Ellos viven ahí, entre ruidos y silencios, y respirando arte.
La visión explícita de la realidad y la crítica social a ‘esa España arcaica’ atrapada en el tiempo le empuja a parir auténticas obras maestras dignas de coleccionistas. “Nomas Chiss Mono” (foto …) es un ejemplo de su monólogo silencioso hacia al mundo para reivindicar la vulnerabilidad de la mujer, en una “sub-sociedad” soriana que seguía anclada en el siglo pasado. La mujer como fuente de la vida, un recurso constante en el ‘mundo Ratatine’.
Es Ausejo en gran parte la culpable de tocar el alma de Julián y ayudar a sacar a la luz esa estrella danzarina que llevaba dentro (en palabras de Nietzsche). Ahí Julián abraza la soledad más pura. “Pasé frío pintando”, relata. Un aprendizaje continuo que recuerda la necesidad de las carencias en la vida, para parir abundancias espirituales y creativas que ayuden a soñar; que ayuden a hacer la vida más vida.
La aparición del abogado Paco Soto, famoso editor de Castilla y León, marchante de su arte, (precisamente en El Cielo Gira) consigue encauzar sus obras hacia un camino con sentido. Entender que “l’art pour l’art” es utopía romántica, y (quizás) asumir que habitamos en tiempos de pragmatismo ‘fast-art’ que tiene por objetivo comprar arte para exponerlo en las casas de uno. ¿Cómo encajar la verdad de un artista en esta incógnita?
A la llegada de Paco, se suman los medios de comunicación. Y, aunque lejos de ser ni muchísimo menos un productos marketingniano (Julián huye del ruido), la prensa no tarda demasiado en reconocer ese sello Ratatine, esa pluma expresiva y optimista, y esa crítica social abstracta que no cansa, porque, como me atrevo a afirmar durante nuestros encuentros a cincos bandas (Julián, su hermano, Paco y Xavier) “me gusta el arte abstracto porque no te dice qué ver y qué sentir, sino te invita a inventarlo”. El expresionismo realista ratatiniano del que me gusta hablar (con su permiso, maestro) recrea vidas y emociones, pero no te las impone. Y esta podría ser alguna de las muchas razones de éxito de Julián. Éxito que podemos cuantificar en números, empezando por las muchas galerías nacionales e internacionales que le reciben con las paredes abiertas. Desde la Galeria Ángeles Penche de la Calle Montesquinza de Madrid o Espacio Colón de Madrid, hasta llegar a capitales del arte como Bruselas. El pasado mes de septiembre, y sobreviviendo el arte al Covid, aterrizó el espíritu Ratatine en la Van Gogh Art Gallery en Luxemburgo, en el Salón Internacional de Arte Contemporáneo.
A la difícil pregunta de cómo asignar el valor de su arte, aunque a su mano derecha Xavi Robert no le termina de convencer, Julián contesta: “mi arte tiene el precio de mi frigorífico”. A la fácil pregunta de hacia dónde se dirige la pintura y el negocio del mismo, con cierto humor, confiesa que las figuras del “hortera” y del “freak del arte” han desaparecido, algo que le podría perjudicar. Julián no tiene complejos, ni miedos, y se expresa con mucha claridad (a veces, demasiada). Contundente como su trazo, desvela que para crear necesita silencio, pero la música es su mejor aliado (ópera o rock). “Puedo estar días sin dormir o estar luego tres días enteros sin hacer nada”, añade. Optimista y alegre, sencillo y campechano, humilde y curioso, a la imposible pregunta sobre la belleza (el hilo conductor de esta edición de otoño de Fearless © ), aproxima que no sabría responder a esta cuestión vital: “en lo que ayer veía belleza, hoy ya no”. Quizás, Julián, se acerque a la definición, no con palabras, pero emocionando a aquel que se pare 4 minutos y 33 segundos (como aquella obra del compositor y pianista John Cage, ausente de melodía alguna) a observar en silencio alguna de sus creaciones. Entonces, ahí, en medio de la nada, el silencio puede volver a sonar a un nuevo ruido y a un nuevo mundo. K. Mikhailova
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