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Sevillísima Trinidad II: ‘La Feria de Abril, un éxtasis de estética’, por Manuel Lombo y fotografías de Bertie Espinosa

Fotografía BERTIE ESPINOSA con Leica D-Lux 7

Texto MANUEL LOMBO

Agradecimientos Leica, Beatriz Pérez, Adrian Moreno Lozano y a quienes han contribuido a hacer realidad esta explosión de estética.

A finales del mes de Enero, Sevilla comienza a construir en los aledaños del barrio de los Remedios una ciudad efímera que cobra vida por algo más de una semana y que pasada ésta, vuelve a ser un descampado al que todo el que deambula por allí (feriante, claro), mira con cierta nostalgia el resto del año.

Me gustaría considerar, sin hacer apología del sentimiento sevillano, que la Feria de Sevilla posee la estética más equilibrada y elevada al mayor grado de gusto en cuanto todo su conjunto se refiere. Las casetas en su inmensa mayoría están exornadas de forma exquisita; ¿a quién se le ocurre decorar un lugar de divertimento con encajes, cornucopias de madera talladas y doradas, mobiliario noble y lámparas de cristal? Les aseguro que sólo a los sevillanos, pioneros indiscutibles en darle ese toque de belleza a lo que en un principio fueron unos sombrajos y más tarde tiendas de campaña donde los tratantes de ganado cerraban las operaciones de compra y venta de animales. Recordemos que la actual celebración de esta fiesta tal y como la conocemos, tiene sus orígenes en una feria de ganado.

Como es tradicional cada año, la «portada» tiene un significado que alude a la conmemoración de alguna efeméride o está inspirada en la arquitectura de algún edificio emblemático de la ciudad.

La feria durante el día nos ofrece estampas de un costumbrismo muy romántico; coches de caballos con lacayos perfectamente ataviados, amazonas luciendo sombrero de ala ancha o catite, caballistas con hermosas mujeres a la grupa, la elegancia de los viandantes que pasean el real, vendedoras de claveles o el entusiasmo de los más pequeños que hacen sus juegos con todo tipo de artilugios o saborear un rico algodón de azúcar…

Otra parte fundamental estos días son las corridas de toros, donde durante más de una decena de festejos, incluyendo Domingo de Resurrección, «preferia» y «farolillos» (como se denomina a las que se celebran durante los días de Feria) comparecen las máximas figuras del escalafón taurino del toreo a pie y a caballo. El esplendor de la Maestranza no tiene parangón; en ésta se aúnan en un solo espectáculo una amalgama de caracteres de tipo social y artísticos, que mezcla con fluidez desde vendedores ambulantes hasta la elegancia del palco maestrante donde lucen las hermosas mantillas.

Pero, volvamos al Real, donde la noche cambia por completo la estética del recinto. Parece que nos encontramos en un lugar totalmente diferente del que hemos paseado durante el día. Las luces de los farolillos, -rojos y blancos- en sus calles, eclosionan con el sonido de las casetas, generando a veces, un shock audiovisual que se ve incrementado por la ingesta de manzanilla si se lleva demasiadas horas en la feria. Hay que decir que algunas casetas conservan la música en directo sin ningún tipo de amplificación, cosa muy admirable en estos tiempos y las nuevas corrientes están haciendo que por desgracia, se pierda todo tipo de autenticidad. En muchas de éstas, se sigue pudiendo oír a grandes artistas del mundo flamenco, así como ver “darse una patá” -expresión usada para denominar un baile corto por bulerías-, a magníficas figuras del baile.

Voy a hacer uso del refranero popular para dar un consejo que nadie me ha pedido: “cada uno cuenta la feria como le va”. Es por eso que cuando vayan a conocer cualquier fiesta de España y sobre todo en Andalucía, traten de ir acompañado de un autóctono que sepa mostrarle la autenticidad de estas manifestaciones, tan entendidas por muchos, como incomprendidas por otros.

SEVILLÍSIMA TRINIDAD I: Semana Santa de Sevilla explicada por Manuel Lombo y captada x Bertie Espinosa

Fotografía BERTIE ESPINOSA con Leica D-Lux 7 Textos MANUEL LOMBO

Agradecimientos Leica, Beatriz Pérez, Adrian Moreno Lozano
y a quienes han contribuido a hacer realidad esta explosión de estética.

La Semana Santa sevillana es el mayor paradigma de la celebración de la Pasión y Muerte de Cristo, unida al sentir popular y con una fuerte corriente folclórica.

Siete días en los que la ciudad se convierte en la escenografía perfecta para ponerse al servicio del espectáculo más grandioso del mundo. Esta afirmación puede resultar algo chovinista, pero piensen por un momento en cualquier tipo de manifestación en la que participen “actuantes” y espectadores. Miles de personas durante distintas jornadas, en torno a la mayor muestra pública de arte barroco, -con lo que eso supone en la capital, no solo de Andalucía, si no de la estética, en cuanto a sus fiestas de primavera se refiere-.


Una “Semana Grande”, (denominada así por muchos), que no es otra cosa, que el culmen de todo un año de incesantes actividades por parte de las hermandades, -incluyendo las no dedicadas al culto-, que tienen como finalidad efectuar estación de penitencia a la Santa Iglesia Catedral. No debemos obviar la importantísima labor social de las cofradías durante todo el año, a través de sus bolsas de caridad y otros proyectos que tratan de mejorar las vidas, no sólo de sus hermanados más desfavorecidos, sino también de los feligreses pertenecientes a las parroquias donde están constituidas dichas cofradías o vecinos de los barrios donde tienen sus sedes.

Aunque el que les escribe tiene inquietudes religiosas y profesa la fe católica, me gustaría hacer hincapié en otras cuestiones, tales, como las que supone para la ciudad el cambio rítmico de su día a día cotidiano o la mudanza de aspecto que torna su casco histórico.

Y es que durante estos siete días, -a los que se les suman dos de vísperas y la espesura de su cuaresma-, Sevilla se pone al servicio de su Semana Santa, cosa que asume el sevillano, (unos con fervor y alegría y otros con total resignación). Y escribo esto, porque no hace falta recordar que en estos tiempos de “libertad impostada”, las manifestaciones religiosas populares también despiertan ciertas controversias, aunque en Sevilla, -la tierra de María Santísima-, el que más o el que menos, el ateo o el agnóstico, tienen su predilección por alguna que otra cofradía.


La ciudad se transforma, visual y espiritualmente. La luz se alarga y las sombras se ensanchan. En el aire se dificulta la distinción de los olores, que transitan entre el azahar de los alcorques, la garrapiñada de los puestos ambulantes, los fritos y el adobo, el incienso o el del papel y tinta del programa manoseado que indica el recorrido y horario de las cofradías.

El sevillano rancio, estrena cada Domingo de Ramos. El de a pie, se viste con lo mejor que tiene. El misticismo se mezcla con lo popular; la historia, con el presente, la austeridad de las cofradías de silencio, con el júbilo que traen las vecinas de los barrios del extrarradio, la música de capilla con las cornetas, la cola de la túnica de ruan, con el terciopelo de capa; el susurro al paso de un cortejo enmudecido con el clamor del misterio que viene haciendo cambios; el ¡ay! de la saeta con el ¡ole! al final del tercio; la luz del mediodía con la oscuridad de la madrugada; el recato y la penitencia con la sensualidad que despierta la primavera; el todo de los pasos en la calle y la nada cuando éstos se recogen…

No es tarea fácil tratar de esbozar unas líneas intentando explicar un suceso que lleva siglos desarrollándose en muchos aspectos de la misma forma exactamente, pero que cada año parece cosa nueva y se vive como una primera vez de todas.