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Un día más en la guerra de Ucrania

Texto de Anna Milian

Madrid, 5 de marzo 2022.
Anna, 38 años.

«Hoy es sábado. Esta palabra no significa nada durante la guerra. Como lunes, o jueves, o cualquier
otro día. Todos se vuelven iguales.» Escucho decir a Zelenski. Yo no estoy en la guerra, pero también para mí se han vuelto iguales todos los días. Empiezo cada mañana mirando la prensa.

Actualizo compulsivamente; creo que hay una parte de mí que tiene la esperanza de que en una de esas actualizaciones las noticias sobre la guerra de Ucrania desaparecerán, como la pesadilla que se borra con la llegada de la mañana.

Estoy pendiente del teléfono desde la madrugada: mi tío está llevando a mis abuelos, mayores y enfermos, desde Kyiv hasta Lviv, una ciudad a 600 kilómetros al oeste de Kyiv -la misma distancia que separa Madrid de Lisboa-.

Después de pasar el día anterior buscando gasolina, salieron esta mañana. Controles militares, atascos kilométricos, vehículos abandonados en la calzada: tal es el paisaje en el que pasaron las siguientes 18 horas, llenos de miedo por lo que pudiera suceder. Lo único que puedo hacer es darles ánimo, no dejarles ver que mi corazón se estremece de angustia.

Estoy sentada en el salón de mi casa, cálida y luminosa, en pleno corazón de Madrid. No escucho tiroteos, ni misiles, ni tengo que refugiarme de las bombas que están surcando el cielo de Ucrania. Cuando abro la ventana veo un cielo azul; escucho a unos niños chillar y a los padres reírse.

Me alegra sentir que aún hay felicidad en el mundo, pero las únicas sensaciones que experimento en estos días son las de la incredulidad, la tristeza, la rabia y la impotencia, que me retuerce por dentro. Me duele la cabeza desde hace diez días. La sangre zumba en mis sienes y la tensión me agota a la vez que me mantiene en un estado de alerta constante. Tengo la mente nublada y mis pensamientos están dispersos, me cuesta acabar una frase porque cuando voy por la mitad se me olvida el resto.

Salgo a la calle a comprar algo de fruta y de nuevo tengo la sensación de que estuviera viviendo en una película. Comprar fruta parece absurdo. Sonreír a la mujer que me atiende, también. Pero lo hago, porque seguir viviendo significa no rendirse al mal.

Subo a casa y llamo a mi padre. Me dice que está tumbado en la cama porque le duele la espalda -ha pasado la noche en el refugio, sentando en un taburete-. Lo imagino ahí, en su dormitorio. La última vez que visité su casa en fue Kyiv, fue en febrero de 2020, justo antes del confinamiento.

Me cuenta que por la mañana fue a comprar un poco de leche fresca pero que no encontró, no han traído alimentos frescos desde que comenzó la guerra hace diez días; y que después se acercó al cuartel más cercano para alistarse -pasó tres años en el ejército soviético, y a pesar de sus 65 años se sentía preparado para luchar contra los invasores rusos-. Le dijeron que de momento no aceptaban personas mayores de 50 años; por la tarde subieron el límite de la edad a 60. Intento convencerle de que se vayan de Kyiv, pero el novio de mi hermanastra está en el ejército y ella no se quiere mover. Poco después de colgar con él me llama una amiga. Ella tampoco vive en Ucrania, pero su madre está en Kyiv y no logra salir porque no está dispuesta a abandonar a su perro, que ya está viejo.

Sigue habiendo trenes, ahora gratuitos, pero no hay sitio para los animales. El tren de Kyiv a Lviv tarda diez horas, y la gente se las pasa de pie, apretados los unos contra los otros. En los andenes hay cientos de animales abandonados: no puedo imaginar el trauma psicológico de una persona que se ve obligada a abandonar a su querida mascota para salvar la vida de su hijo.

Así paso otra tarde y noche, hablando con gente y preocupada por mis compatriotas, mis seres queridos, por mis abuelos, que, hace unos minutos, a las tres y media de la madrugada, se acostaron dentro del coche, parado en medio de un campo desolado, a siete grados bajo cero, dentro de un país sumido en la guerra.

 

Kyiv, 5 de marzo de 2022.
Natalia, 45 años.

Hoy me desperté a las siete de la mañana, en mi casa; anoche no bajé al refugio. Se oyeron disparos durante toda la noche, pero no parecían venir de cerca. Subí las persianas. Vi cómo dos familias más de nuestro edificio cargaban sus cosas en el coche y se preparaban para marcharse. Todos se van al oeste del país, a Lviv o Ivano-Frankivsk. Siempre me entristece ver a la gente irse de Kyiv, mi corazón se llena de inquietud. Así empieza un día nuevo.

Hago mis ejercicios, me ducho, desayuno con desgana. Paseo a los perros cerca de la casa. Llamo a mi madre para saber cómo se encuentra. Recibo un mensaje en la aplicación del móvil que me avisa del inminente bombardeo. No me da tiempo a bajar al refugio, así que me siento en el pasillo
-el lugar más seguro de mi piso- hasta que la señal indica el fin del bombardeo.

Vuelvo al salón y pongo las noticias. Las estoy viendo cuando, de pronto, se produce la llamada
que llevaba esperando durante todos estos diez días tan difíciles: llama mi amiga Yaroslava.

Yaroslava, su marido, y su hijo de cinco años fueron tomados como rehenes de los soldados rusos durante los primeros días de la guerra, mientras se encontraban en su casa de Dymer, un pequeño pueblo en las afueras de Kyiv. Durante todo este tiempo Yaroslava y su familia se habían estado escondiendo de los bombardeos y de los tiroteos en el sótano de su casa. Sin calefacción, sin electricidad, sin comida (cada tres días los ocupantes les tiraban por encima de la valla un trozo de pan, que ellos repartían para sobrevivir). Todo esto lo hacían con un solo objetivo: salvaguardar la vida de su hijo. Yaroslava me dijo que hoy se les había dado una extraordinaria oportunidad para salvarse: los ocupadores habían decidido a soltarlos, a ellos y a algunas familias más que tenían hijos pequeños, y dejarlos salir de aquella trampa infernal. Solo me dio tiempo decirles que los esperaba, que iría a buscarlos a cualquier parte de Kyiv. En este momento se cortó la llamada. Yaroslava ya no responde. La conexión se ha vuelto a perder. Se me parte el corazón de tanta tristeza, pero sigo con la esperanza de que todo saldrá bien, y de que pronto volveré a ver a mi amiga y a su familia.

El tiempo pasa mientras espero la llamada de Yaroslava. El día está llegando a su fin, y sigo sin tener noticias de Yaroslava. Mañana esperaré su llamada de nuevo; no perderé la esperanza.

La esperanza es lo único que tenemos ahora mismo. La esperanza, y nuestra fe en la victoria de Ucrania, en nuestra victoria sobre la oscuridad.